domingo, 13 de enero de 2013

LA CASITA PEQUEÑA


Delante de la casa, con mi madre








El domingo, 23 de junio de 2002, me pasé por Galera y fui a ver, como otras veces, la casa-cueva donde nací. Creo que ahora vive allí Luis, el gitano..., que está con la familia echando la temporada en Murcia. La puerta de entrada a la casa es muy antigua, de doble hoja, y un aire rancio como de cueva se filtraba por las rendijas. Ni que decir tiene que aquel espeso olor me resultaba agradable, pues no en vano debió de ser el primero que yo aspiré en este retorcido mundo. Recuerdo que era un airecillo envolvente, que venía del fondo de la cueva, y nunca antes me había ocurrido algo parecido. Al lado de la vieja puerta marrón, hay una pequeña ventana enrejada, la misma que aparece en la foto donde mi madre me sostiene en brazos, mientras yo agarro un lápiz con mi mano derecha. Los dos salimos sonriendo en la foto –¡qué feliz la mirada!, como diría Carlos Gardel–, mientras mi madre parece que me mira con cierto orgullo, y puede que hasta dijera como otras veces: “¡Mira qué colores tiene el zagal!”.

 Pero ahora la ventana no está cerrada del todo, sino que por dentro las hojas están sujetas con una cuerda. Me asomo y, en la penumbra de la sala de estar, veo que en la cornisa de la chimenea hay unos portarretratos, donde se distinguen unos niños. Por un momento, me da por pensar que mis padres han colocado los portarretratos ahí, y que ellos están dentro de la casa. “¡Pero no puede ser!, me digo. Todo esto es un engaño de mis sentidos, o quizá la casa esté encantada”. Han pasado 49 años y, a pesar de que no recuerdo nada de los dos o tres que estuve en Galera, hoy todo me resulta tan extraño y tan familiar al mismo tiempo... Las ventanas de la cámara –la troje, como la llaman aquí– son pequeñas y están cerradas, y en medio se encuentra un discreto balcón. Pero la casa en conjunto, a pesar de su aspecto abandonado y ruinoso, no deja de ser pequeña y bonita. Por la tapia de atrás, compruebo el lamentable estado del tejado, con algunas tejas rotas y otras levantadas, y la  chimenea, con grietas, amenaza con caerse de un momento a otro.

Casa de Pedro Cabezas

En una esquina de la casa, hay un pequeño corral con parte de la tapia derribada. Dentro se ve una marranera y, al otro lado, en el suelo, un antiguo tiesto de agua –de  un cántaro roto– para las gallinas. En el piso de arriba hay un pequeño palomar –al que le falta un trozo de tabique–, donde todavía están los agujeros por donde entraban las palomas. Pero ya no hay palomas. Y, en un rincón, hay un inservible cuartillo para medir el grano; me pregunto si mis padres no lo dejarían allí abandonado. Noto en el ambiente un cierto magnetismo y, quizá, entre aquellas viejas tapias, andan revoloteando los recuerdos de mi infancia, a los que nunca pude atrapar. Creo que tengo una nube en la cabeza que me impide recordar cualquier detalle, como si alguien, caprichosamente, me hubiera prohibido el regreso a la casa donde nací. Sin embargo, al mismo tiempo, tengo la sensación de que todo aquello que estoy viendo me resulta extrañamente conocido, aunque, por lo que fuera, no me está permitido llegar más allá.

Ya que no es posible vivir con el alma aferrada al dulce recuerdo de la primera infancia, me quedaba el consuelo de pensar que en aquella casa había algo que me pertenecía y que se quedó allí –flotando en el ambiente, como una pulcra mota de polvo, o quizá grabado en el yeso de las paredes–, pero que ni siquiera el implacable paso de los años había sido capaz de borrar... En aquellas oscuras y frescas habitaciones se quedaron para siempre los recuerdos inalcanzables, la memoria olvidada, los pasos perdidos, las voces apagadas, los suaves murmullos, el llanto en la madrugada... En aquellas paredes silenciosas, sentí las primeras sensaciones, olores y sabores de mi vida, mientras veía y oía por primera vez la imagen y la voz de mis padres; y luego aprendí a llamarlos en las frías noches de invierno. Y en aquellas estrechas y retorcidas callejuelas, con empinadas cuestas, al lado de la vieja carretera y de la casa azul, di mis primeros pasos, con las consiguientes caídas: eran ya un aviso de lo que me esperaba en la vida.  

Plaza Mayor


Allí, en fin, puede que por primera vez me sintiera feliz al lado de mis padres, cuando a mi hermana y a mí nos llevaban a pasear al Puente de Hierro y a la Cruz de los Caídos, o bien me dejaban suelto por las polvorientas y concurridas calles de Galera. Pero, al asomarme ahora al otro lado de la vieja calle, me di cuenta de que ya no estaba el corral donde mi padre encerraba el burro con el que bajaba a repartir las cartas a Castilléjar; y tampoco estaba el pasadizo subterráneo, por el que se subía a la casa. En los últimos años las tapias estaban derruidas y el corral lleno de escombros. “Las tiraron abajo, y el Ayuntamiento lo ha convertido en una placeta”, me dice una vecina del barrio. Entonces me doy cuenta de que unos hemos ido envejeciendo, mientras que los seres queridos fueron yéndose para siempre, callada y discretamente, como el que no quiere la cosa: ¡es el tributo que tenemos que pagarle al tiempo por el alquiler de la vida! Pero, como le tengo dicho, me crié en el barrio del Remendado, por debajo del Cerro de la Virgen.

 Sin embargo, toda aquella época de los años cincuenta quedó atrás, en el polvo del camino, y ya sólo quedan unas viejas fotos para el recuerdo, guardadas en un cajón del armario. Y una casita pequeña que, como el cerro, ya no puede tirar de su alma.

Posdata: este artículo fue publicado en la revista de las fiestas de Galera, del Cristo de la Expiración, el 2 de agosto de 2002; con el título de ‘Pedro Cabezas’, en recuerdo a la calle donde nací. Lo incluí también en mi libro Artículos del Altiplano y de Granada, de 2014

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