sábado, 28 de marzo de 2015

HISTORIA DE KIMBA
















A la casa de campo se llegaba dejando la carretera a un lado y luego había que continuar por un camino de tierra. Era de una sola planta y las habitaciones estaban mal distribuidas. Allí había caballos, una piara de cerdos y bastantes perros, que estaban encerrados en jaulas de tela metálica. Sin embargo, Kimba se hallaba atada a una cadena, que se deslizaba por un alambre, y esto le permitía moverse unos metros a través de un estrecho pasillo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la perra me reconoció al instante y entonces saltó sobre mí, como enloquecida, dando alegres ladridos y embarrándome la ropa. Al animal sólo le faltaba hablar y manifestaba así su alegría, echándose sobre mí. ¡Pobre Kimba!, su alegría era inmensa al ver a su antiguo dueño y mi alegría era grande también, aunque la tristeza me embargaba. Éramos como dos viejos amigos, o quizá como el padre que ve a su hijo unos instantes, y sabe que no lo verá nunca más. Yo me imaginaba a la perra –un pastor alemán– corriendo por el campo y jugando con los animales, pues en mi casa era como de la familia. La imaginaba en libertad y pensaba que me reconocería, pero después de un breve saludo, seguiría correteando por el campo. ¡Iluso de mí! Kimba era una cachorra de un año y medio y le divertía jugar. Era alegre y obediente, y le teníamos un cariño inmenso.

Noté que estaba más gorda, pues sólo podía moverse unos metros, y la mayor parte del día estaba echada en el suelo. Y al gastar menos energías, también comería menos. En una bandeja le echaban las sobras de comida, pero la mitad estaba esturreada en el suelo embarrado, que le servía de asiento. El labriego me dijo que la perra había mordido a un chivo pequeño, aunque no lo mató. A mí me costaba trabajo creerlo. En otro momento, me dijo que jugaba con otro chivo. Y yo me preguntaba: ¿Qué podía entender aquel campesino de animales? El dueño tenía unos doce perros encerrados en una jaula metálica y Kimba no iba a ser menos, pues, con la cadena al cuello sólo podía moverse un par de metros. Estoy seguro de que, si le había ocurrido algo al chivo, había sido jugando y, al tirar y salir corriendo, se habría desgarrado la pata. A la perra la veía mal y, de no estar atada, se les habría escapado.

¿Qué sabrá este patán, que sólo entiende de perros enjaulados? Se justificaba con la cadena, presentándola como una asesina. Le indiqué que la agresividad de Kimba podía ser mayor al estar atada, pero pronto me convencí de que mis palabras eran vanas. El patriarca de la casa tenía un aspecto despreciable, pues allí se hacía lo que él mandaba, y daba la impresión de ser un cazurro. Además, su mirada viva y profunda hacía que me sintiera ante un indeseable. No obstante, se portó bien conmigo, pues sabía que yo estaba dolido. En cambio, la mirada de su hijo era noble y casi infantil, por lo que debía de abrigar buenos sentimientos. Y en medio de tanta ignorancia, allí se encontraban una desdichada perra y su no menos infeliz antiguo dueño.

Yo no podía culpar a aquel campesino, pues el animal estaba pagando las consecuencias de no haberme informado antes. Aquel día de octubre de 1982, cuando le regalé la perra, todo fueron prisas. Hoy, tres meses después, bien caro pago mi error. Pero, ¿qué importancia tiene mi sufrimiento? Lo mío es moral, pero lo del pobre animal, condenado de por vida, es un sufrimiento físico. ¿De qué me quejo? ¿Tengo razones para ello? Entonces, no puedo ni debo quejarme. Los errores y las prisas se pagan, y sólo me queda un camino: pedir perdón. Pero, ¿a quién? A ti, Kimba, aunque no me entenderías nunca. Y como Dostoievski, confieso públicamente mi pecado. El pastor alemán era un capricho para aquella gente, pues decían que nunca habían tenido una perra como aquella. Tenían tanta ilusión que, cuando alguien les preguntaba, decían que Kimba les había costado diez mil pesetas. Y por miedo a que se les escapara, la tenían atada con la cadena al cuello. Yo cometí el error de entregar mi perra a un labriego sin escrúpulos, que no sabe lo que es el cariño a los animales.

Posdata: estos días de vacaciones he encontrado, escrita y olvidada en una libreta, esta desdichada historia que me ocurrió en Moguer, el pueblo blanco del autor de Platero y yo.

domingo, 15 de marzo de 2015

DE VACACIONES EN TÁNGER










En septiembre de 1979 decidí ir a Marruecos, pues era como traspasar el túnel del tiempo y retroceder dos mil años en la Historia. Recuerdo que, en la aduana de El Tarajal, a las afueras de Ceuta, un inoportuno golpe de aire barrió mi pasaporte del mostrador y fue a parar al suelo. Esto lo aprovechó un hippy inglés –de ésos que le dan a la mata–, para colarse. Después declaré que mi profesión era cartero. El caso es que, tras esperar un rato, oigo a un guardia marroquí que vocea por la ventanilla: “¡Correo, correo!”. Un poco más allá, un grupo de moros se hacinaba frente al puesto fronterizo español, pero era esa época de la férrea dictadura de Hassan II, en que todavía el fundamentalismo no había hecho temblar los cimientos del Islam, por lo que daba gusto pasear por las avenidas de Tetuán, perderse entre el laberinto de callejuelas de la Medina de Tánger, o bañarse en la solitaria playa de Larache.

Ya en la mítica ciudad de Tánger –otrora puerto franco, donde venían de vacaciones los recién casados, se convirtió en refugio de artistas y contrabandistas, aunque en 1979 se veían muchos negocios, regentados por exiliados españoles–, me pareció un sueño oír aquellas olvidadas coplas de la posguerra española, en el viejo tocadiscos del bar de un español. Pero fue al aparcar el vehículo en una calle, cuando se me acercó un viejo guardacoches, con una placa como de forestal en la chilaba y el chuzo en la mano. Aquel tangerino se parecía a mi abuelo, y él debió de adivinarme el pensamiento: “Yo estuve en la guerra de España, amigo”, me dijo a modo de bienvenida. Le di unas monedas y, al día siguiente, cuando fui a recoger el coche, él seguía allí impasible, en su puesto de centinela. Entonces me dijo que estuvo combatiendo en Cerro Muriano, en Córdoba. También me habló de la emigración y de que su país era muy rico –lo de siempre–, pero por culpa de unos y otros allí no había trabajo. “Me acuerdo mucho de las penalidades que pasamos en España, y por eso te voy a contar este viejo cuento sufí”:

Un hombre, conocido como Alhamar el Viejo, solía pasar las tardes sentado al lado de un pozo, que se encontraba a la entrada del pueblo de Arsila. Pero un día, un camellero se le acercó:
–Buen hombre, es la primera vez que piso esta tierra y quería preguntarte cómo es la gente de aquí.
Pero el viejo le respondió:
–Y, ¿cómo son los habitantes del pueblo de donde vienes?
–Para ser sincero, he de decir que son egoístas y malvados; por eso estoy cada vez más contento de haber salido de allí –replicó el camellero.
–Pues así es la gente de Arsila –le previno el anciano.
Poco después acertó a pasar por allí un beduino, y le hizo la misma pregunta que el camellero. Entonces, Alhamar repuso:
–Pues, ¿cómo son tus paisanos?
–Son generosos y hospitalarios. El caso es que he dejado muchos amigos y me ha dolido bastante separarme de ellos.
–También los arsilanos son hospitalarios y generosos –sentenció el abuelo.
Dio la casualidad que, por allí cerca, se encontraba un pastor con sus cabras y, cuando el beduino se hubo marchado, interpeló a Alhamar el Viejo:
–¿Cómo puedes decir al camellero que los habitantes de Arsila son egoístas y malvados y, poco después, le indicas al beduino todo lo contrario?
–Escucha, hermano –le respondió al incrédulo pastor–, cada uno lleva el Universo en su corazón; y quien no ha encontrado nada bueno en su pasado, tampoco lo va a encontrar aquí. En cambio, aquél que tenía amigos en abundancia en su pueblo, seguro que los encontrará aquí también. Has de saber que todo lo bueno y lo bello de la vida, lo llevamos dentro de nosotros mismos. ¡Sólo tenemos que dejarlo salir!