sábado, 29 de marzo de 2014

EL MÁS ANTIGUO DEL BARRIO DE PINICHE


 Francisco Alba con sus alumnos, 1928. Adolfo con un círculo




Adolfo Capilla es hermano de Frasquito y cumple hoy -dieciocho de julio de 2003- nada menos que ochenta años. Pero también hoy, desgraciadamente, hace un año que Rosa, su mujer, falleció de un infarto. Por eso el hombre anda cariacontecido. Después de estar toda la vida bregando al final te ves solo. “Es el destino que nos espera a todos”, pensé para mis adentros.
–Yo he tenido muchos amigos, pero ya quedan pocos. De mi quinta éramos 74, y ahora cuento unos ocho o diez. De pequeños jugábamos al fútbol con una pelota de trapo en la plaza del Fuerte, los del barrio Alto contra los de Montes Jovellar. Y por la tarde echábamos otro medio partido. Por la noche, hacíamos una guerrilla con las hondas y también contra los del pueblo de Churriana. Los del barrio Alto tiraban por los chalés de los Chopos, mientras que los de El Ejido entrábamos por la calle de la Churra –aquello era una maniobra envolvente-. Y como atacábamos por los dos lados, los churrianeros salían corriendo.
Había quedado con Adolfo que me contaría más cosas, pero los meses fueron pasando. Cerca de la Navidad le dejé una nota en la puerta de su casa, y ya nos vimos el diecinueve de diciembre, unas fechas antes del Nacimiento. Adolfo da la impresión de ser un hombre humilde y sencillo.
–Mi madre tuvo nueve hijos, pero uno se murió del sarampión. Y luego, dos sobrinos de cinco y diez años, que regresaron de América, los recogió mi padre de manera que nos juntamos una familia numerosa. De pequeño estuve en la escuela particular de don Francisco Alba, que daba en su casa de la calle Motril -la que va al antiguo Matadero-. Era de adultos por la noche y de niños pequeños durante el día, y estaríamos unos veinticinco o treinta. Se dedicó a la enseñanza toda su vida y era conocido como el maestro (sin título) Alba. Mi padre le pagaba unas perras gordas, esto entre los años 1928 y 1930. Más tarde estuve con don José Muñoz Murcia, que era un gran maestro, con el que aprendí a multiplicar, dividir y algunos poblemillas fáciles. Tenía dividida la clase en tres secciones: en la primera estaban los que no sabían las cuentas -esto es, ni hacer la o con un canuto-. En la segunda, los que sabían cuentas y escribir medio regular. Y en la otra, ya sabían hacer algunos poblemas. Entonces a la escuela íbamos sin libros, pues allí había una enciclopedia -Adolfo me dice una palabra parecida al Espasa-, también un libro de cuentos, creo que Miguel Trogoff, y El Quijote se leía casi todos los días. Como había escuela por la mañana y por la tarde, el maestro dividía los temas por días. También dábamos Historia de España y dibujo de forma constante, pues don José era un buen dibujante. El caso es que no necesitábamos libros ni libretas y, luego, cada uno teníamos nuestro número y nuestro tintero en el pupitre. El maestro explicaba la lección a cada sección, y después le preguntaba a varios alumnos. Pusieron unos comedores al mediodía para los niños que tenían menos medios, donde hoy está la Escuela de Adultos. Ahora vamos a hablar del tiempo ese, cuando salíamos a jugar al fútbol en la plaza del Fuerte, durante unos veinte minutos; y muchas veces acabamos peleándonos. Como la escuela empezaba a las nueve de la mañana, aprovechábamos para jugar en las eras de Juanico Artena, que estaban frente al Consultorio; y siempre acabábamos formando la guerrilla, pues ninguno estábamos conforme con el resultao del partido. Otros días nos íbamos a la Ermita y, desde el cerro, los zagales hacíamos un resbalizo y nos tirábamos hasta lo hondo. Y cuando no había agua, nos meábamos. Te ponías en cuquillas y bajabas p’abajo como un cohete, pero al final salíamos con culeras y, cuando llegabas a casa, te daban una tunda. Algunas tardes, cada niño iba con su caballo de caña -una caña entre las piernas-, formábamos regimientos y poníamos una bandera en la Atalaya -a un vecino se le ocurrió derribarla en los años sesenta-. Y allí hacíamos nuestra guerrilla: unos atacaban y otros defendían, hasta que el más valiente quitaba la bandera mientras que los otros tenían que rendirse. Vamos a otra etapa: en los años 1933 y 34, vino el maestro don Andrés Bayón, hizo sus tres secciones y le gustaba más la Gramática y cosas de Filosofía y de Química, que de Aritmética. Todos los días, un alumno del tercer grado tenía que escribir lo que se había hecho en la escuela en el diario; y luego, cada catorce días se hacía una competencia entre los más aplicados. Eran preguntas de lo que se había dado en clase los días anteriores. “Fulano de tal, dime el primer rey de los godos”, le preguntaba un alumno a otro; que no la contestaba, pues el maestro lo mandaba al último puesto. Ahora bien, si el niño que preguntaba no se había estudiado la respuesta, era castigado sin preguntar en una pila de tiempo. Y si la sabías, pero se te atrancaba la lengua, pues no contestabas. El caso es que te las tenías que aprender muy bien. Bueno, eso ya está terminao.

Adolfo no se cansa de hablar y tengo la impresión de que tiene los temas pulcramente ordenados en su mente, mientras me va dictando. Desde el principio me trata de usted, aunque yo de vez en cuando lo tuteo. Conserva una memoria prodigiosa pues te da fechas y datos, cosa bastante rara a su edad. Y aunque tiene el pelo cano, no aparenta que tenga ochenta años. Me habla de una foto de don Andrés dando clase, pero “cuando vienen mis nietos se lían a escurcar, de manera que tengo que buscarla a ver si la encuentro”.
–Don Andrés Bayón tenía gafas pero, en un partido de fútbol, le dieron un pelotazo y nos tuvo castigaos durante un mes sin recreo. Le pilló el Movimiento Nacional y, con los niños de tóas las escuelas, formó una centuria de balillas (también llamados flechas). Cada uno se tuvo que comprar una camisa azul y unos pantalones negros, aunque el correaje nos lo dieron en el Cuartel de los Flechas -estaba en la planta baja del Torreón-; y me acuerdo que tenía un escudo de la Falange. Arriba estaba la clase y el maestro venía todos los días en el tranvía de Granada. Por su cuenta nombró al jefe de centuria, mientras que él era el jefe mayor y llevaba unos cordones blancos cruzados sobre el pecho, junto con el correaje y el escudo de la Falange. El Ayuntamiento compró tambores y cornetas, y también un cornetín de órdenes, formándose una escuadra de gastadores que llevaban el correaje, las manoplas y la boina de color rojo, con una borla amarilla. En cambio, los subjefes y jefes la llevaban de color plateao, según la categoría. Resulta que todos los domingos desfilábamos por las calles hasta la iglesia, y la gente nos hacía palmas a los chaveas. El cornetín de órdenes iba al lao del jefe, que era Antonio Sánchez, Antoñillo, o Francisco Franco el Pino. A Antonio le prestaban un caballo blanco -murió en marzo de 2002- y, como era tan malo, le hincaba las espuelas y el caballo salía corriendo. Hasta que se lo quitaron porque iba a formar un desastre. Después de la misa formábamos a la puerta de las escuelas, cantábamos el Cara al sol y rompíamos filas. De manera que, cuando le tocaba a una escuadra, hacíamos guardia con una carabina.



En tiempos de la guerra, cuando ya vinieron los aviones de caza Fiat (unos veinte) y los Saboyas, que eran trimotores, paraban en la Base Aérea de Armilla. Recuerdo que, estando ya para la toma de Málaga, cayó uno en la cañá de Vílchez -antes de llegar al campo de tiro-, pero el piloto cogió la ametralladora y apuntó a los que estaban por allí escardando, hasta que vio que se encontraba en territorio nacional. Don Andrés nos había enseñado a cantar el himno italiano La Giovanesa: “Giovanesa primavera de belesa...”, que mentaba a Mussolini. Pues se lo cantemos aquel día a los italianos -que vinieron a desmontar el avión y se lo llevaron en un camión-, y nos hicieron palmas a los chiquillos. Luego teníamos la costumbre de ir carretera adelante, hasta el lao del campo de aviación, a ver a los aviones aterrizar. También arrancaban en cuadrilla, de cinco en cinco. Volaban para ir a la toma de Málaga, pero una tarde se presentaron cinco aviones rojos y tiraron una bomba en el estanque del aeródromo, y bajó la carretera llena de agua. Nosotros nos tumbamos en la cuneta y, cada vez que caía una bomba, nos levantaba un palmo del suelo. Las veíamos salir inclinás del avión, pero luego se enderezaban conforme caían, hasta que la tierra pegaba un retemblío. Una vez se llenó el campo de bombas y nosotros decíamos “¿pa qué será esto?”. Hasta que empezaron a llegar aviones bimotores alemanes la Luftwaffe y en dos viajes se las llevaron. Los aviones siempre estaban entrando y saliendo, y nosotros sentíamos los retumbíos de las bombas que tiraban en Málaga o en Motril. Con el tiempo los flechas se efarataron porque tuvieron una discusión entre los jefes, entre ellos un tal Pepe Gámez, que era el secretario. Pero todos los domingos y días de fiesta nos llevaban a misa, y confesábamos una semana sí y otra no. Al final aborrecía uno la misa. Luego, en el año 38, se murió mi padre y ya me eché a trabajar.


Entonces, yo y un amigo mío nos apuntemos en la escuela de nocturno de don Francisco Alba, y le pagábamos un real a la semana. Esto pa enseñarnos las reglas de tres, quebrados y subir a la tercera potencia un número. Recuerdo que una noche fuimos a la clase y se puso el cielo colorao, un rojo, rojo, con unos ramalazos celestes y to el mundo se fue a la Ermita. El maestro nos explicó que era la aurora boreal -se veía desde Granada hasta el Poniente- y que eso suele anunciar una guerra grande, más grande que la que teníamos.
Adolfo, ahora con esto de la viudedad, no para mucho en su casa. La soledad está siempre esperando a uno a la vuelta de la esquina, cuando más falta te hace la compañía. Llega un día y, de pronto, todo se vuelve silencio, mientras que la casa huele a vacía y tiene como un color gris... Adolfo me cuenta que en los años 33 y 34 había dos bicicletas en Gabia: la de José Serrano y Manuel Díaz. Y solamente tenían coche: don Mariano Pertíñez, don Casto el veterinario y los Jiménez.
–Con doce años, los zagaloncillos nos sentábamos en el aljibe después de cenar y contábamos historias de miedo. Decían algunos que en la mina Toleo había una yueca con pollos y salía piando detrás de los chiquillos. Pero yo nunca vi na, y eso que he estado de noche trabajando en la Vega. Otros contaban que salían duendes o que sonaban campanillos... Ten en cuenta que yo soy el más antiguo del barrio Piniche, pues en el 51 me fui a vivir de alquiler a la casa de Gabriel Jiménez, pagándole 15 duros al mes. El tiempo que estuve trabajando en la fábrica de San Isidro (la azucarera de la Bobadilla) me pasó un caso. Esto sería por el año 48. Resulta que salimos del relevo José el Cambiaíllo, un tío mío y yo, y echamos por la carretera de Santa Fe. Eran las 10:15 de la noche y, al llegar al paso de nivel del tren, vimos que en ca tronco de un árbol había un bulto. Estaba lloviznando y un grupo de diez o quince Guardias de Asalto nos gritaron: “¡Manos arriba!”. Nos registraron y pidieron los carnés, pero yo no llevaba ninguna documentación. En esto asomó un coche descubierto y le dijeron al jefe que habían detenido a un indocumentao. Y éste les contesto: “¿Pero cómo se van a llevar a este muchacho a la comisaría, si está harto de trabajar? Unos delincuentes no se van a poner a ir por la carretera”. Al día siguiente me enteré que, durante la noche, habían matado a don Indalecio Romero, un conocido empresario granadino. Lo mataron los hermanos Quero.

Gabia en los años sesenta



El 17 de enero de 2004 de nuevo me encuentro con Adolfo Capilla por la Aljomaima, lo noto envejecido y me cuesta trabajo reconocerlo. Me dice que tiene unas fotos para dejarme y, cuando al poco me acerco a su casa, resulta que quiere contarme más cosas. Este Adolfo parece la Enciclopedia Británica:

–Yo te contaría más cosas, pero no sé por dónde empezar. Distracciones de los domingos: las muchachas iban a pasear por la vía abajo, hasta la venta de la Gloria -los cullarenses que iban a Granada, se subían al tranvía aquí-. En la venta solían celebrar las bóas, pues se llevaban un acordeón y hacían baile en la placeta. Los zagaloncillos, entonces, se metían en los canales de agua para verle las piernas a las mozuelas, o quitarle las flores que llevaban en el pecho. Algunos se ganaban un tortazo. Ahora vamos a ver... Ya en este tiempo pusieron un guarda para que la gente no fuera a pasear por la vía; entonces salían por la carretera y se adentraban en el campo de aviación -pues no estaba vallado-, hasta el pozo de don Guillermo. Aquí la gente venía a por agua fresca, y también iban a pasearse los novios y todo el mundo. Los domingos se llenaba la carretera de personas -esto ocurre hoy día en cualquier ciudad de Marruecos, pues el paseo va asociado con la pobreza-. En cambio, hoy en España nadie sale a pasear. En Gabia había dos pastelerías, y la gente acudía los domingos a comprar pasteles para los chiquillos. Estaban la del Niño Pérez y Antoñico Pajalarga, que también vendía helados. Recuerdo que pusieron un cine los Antoñillos (Pertíñez), y allí echaban películas muy viejas de aquellos tiempos, que eran múas. Antonio Tostones, que era vendedor de berzas, puso un cine en su casa, en la cuadra de la burra. El cine valía una gorda y había un foyaero de tortas para entrar en lo alto de los pesebres. El Tostones se ponía atrás para echar la película de Charlot o de pistoleros, mientras iba haciendo comentarios. Entonces todos los chiquillos nos echábamos a reír, pues imitaba a los caballos corriendo, a Charlot o al Gordo y el Flaco. Esto, como te digo, era en el 1932.
Adolfo me cuenta que hace poco ha estado en la casa de su hijo en Fuengirola: “Me vine muy contento, pues corrimos todos los pueblos esos que hay cortaos -de la serranía de Málaga-. Pero yo creo que ya no voy a hacer más ese viaje”. El viejo Adolfo gasta una gorra de visera, unos pantalones anchos y el andar cansino. Sabe que está apurando los últimos días de su vida. Salud.

De la novela ‘Gabia, la memoria perdida’, edición de autor, 2004


Posdata: Adolfo falleció hace dos meses, recuerdo que lo vi por última vez una mañana en el parque, sentado en un banco con otros ancianos. Alguna que otra vez lo veía con el andador, en dirección a casa de su hija, donde comía. Adolfo siempre llevaba su gorra puesta, era pequeño de estatura y de trato agradable. Tenía noventa años y era uno de los más antiguos de Gabia. Descanse en paz. No me quedan ejemplares del libro.








miércoles, 12 de marzo de 2014

POR SAN JUAN

Procesión de San Juan, años noventa



Dedicado a mi tío, Bonifacio García-Fresneda Domínguez









Si tuviera que dibujar el Cortijo del Cura, me acordaría de los cuadros de Tàpies: “Una era, varios almiares y unas cuantas cuevas”. Al otro lado de la carretera se extiende la vega y, al fondo, como decorando el horizonte, un paisaje desértico: una cadena de cerros salitrosos donde sólo crecen las matas de esparto. Por abajo, el morisco río Galera, prudente y sinuoso, va trazando la línea divisoria entre la vega y las colinas. Uno esperaba ver los verdes sembrados de siempre y resulta que te encuentras rastrojos en los bancales. “Los campos están abandonados porque ya no se costean; y cuando los jóvenes se meten en el paro, sueltan las tierras –asegura Fermina García, y agrega-: Los sembrados están que no se estremecen (no crecen)”. Aurelio Gómez es de la quinta del 42 y sirvió en Algeciras: “Es la que te digo, de las ochenta familias que había en el cincuenta y cinco, hoy quedan treinta y ocho personas mal contadas, y solamente una niña de once años baja a las escuelas de Castilléjar”. En la niña se puede decir que se resume el oscuro porvenir del Cortijo del Cura, aunque los aldeanos se aferran como un clavo a sus creencias: desesperados por la sequía, hace unos cuantos años llevaron la imagen de San Juan a la acequia del ‘Botero’, y allí la rociaron con agua esperando que se produjera el milagro. El santo patrón dejó que le echaran unas fotos para el recuerdo, pero aseguran que no se ‘canteó’. La imagen la compraron por 500 pesetas después de la guerra, cuando el alcalde Juan García-Fresneda.

 “En el 1936 un cuartillo de vino (medio litro) valía tres perrillas”, recuerda Antonio Pérez, ‘el Moro’, que anda ya por los  85 años. “Entonces íbamos a los cerros a coger esparto mientras el guarda forestal nos iba señalando los tajos”. Y añade: “Por una arroba de esparto te daban tres pesetas”. Su mujer, Amelia Valdivieso, rememora un poco su vida mientras ve pasar los días: “Desde que nos casamos vivimos aquí. Pero en el  último mes se han muerto dos, y nosotros estamos en puertas. ¡A ver!”. Justo García se crió en el cortijo del Arique: “Mi padre tenía ovejas y con ocho años ya le ayudaba al pastor”. Y reconoce que, después de la guerra, “salíamos a espigar, a rebuscar las espigas que habían quedado después de la siega”. Celestino Jiménez, ‘el Peteto’, tiene los borregos encerrados en una alambrada y un par de mulos retozando en la era. El hombre se queja y con razón: “Hoy no hay quien quiera la tierra y la mitad de los ‘paratos’ están perdidos... Aquí ya sólo se ven a cuatro cabras”. Emilio Candela, ‘el Paye’, tiene que hacer un esfuerzo para recordar ‘El Catón’ en aquellos años del candil: “En la cueva de las Paleras puede que ‘haiga’ estado yo dando escuela”. Mercedes y su prima Encarna cuentan que, en tiempos de la República, el tío Leandro (mi bisabuelo) tenía la costumbre de repartir media fanega de trigo (unos veinte kilos) entre los más pobres de la aldea.

A Francisco García Domingo se le ve muy contento con su almiar, pues dice que “la gente se para y le echa sus fotos”. Lo construyó en el año 62, a base de palos y carrizos, y dentro guarda los arreos del campo: “Aquí tenemos el arado de una sola caballería y este trillo es para el panizo...”. La vista del viajero se entretiene sin querer en los altivos almiares, que tienen forma de tienda de campaña canadiense. Los lugareños saben que el día que desaparezcan estos símbolos centenarios, se habrá acabado todo. Pero también llama la atención el largo abrevadero que hay al otro lado de la carretera. A la puesta del sol, y antes de que los encierren en los corrales, las bestias y el ganado se paran a beber mansamente: “¡Sooo...!”. Es ya un rito ancestral. Con 81 años a cuestas, Víctor Castillo recuerda que, “cuando el estraperlo, venían por esos montes los arrieros de Pozo Alcón y te cambiaban los jamones por aceite, o bien te daban cuatro libras de tocino (unos dos kilos) por una de jamón”. 

Uno tiene imágenes del Cortijo del Cura grabadas en la retina: la singular figura de Juan Martínez, embutido en su camisa blanca, bajando en bicicleta a Castilléjar a echarse su partida de brisca, como viene haciendo desde hace más de cuarenta años. O esa mujer sentada a la puerta de su corral y las gallinas picoteando la comida en sus manos. Aquí uno tiene la sensación de que el reloj de los años parece haberse detenido. Blas García, ‘el Sordo’, subía todas las semanas con la burra a los mercados de Huéscar y de Orce: “A medida de lo que vendíamos, así comprábamos”. Y fue siempre así la vida de estos campesinos sencillos y humildes: al despuntar el día, y con las aguaderas recalcadas de la fruta del tiempo, hileras de bestias trasponían por el viejo camino de polvo y tierra. Pero el Cortijo del Cura es un anejo de Galera, abandonado a su suerte: ha dejado de tener un alcalde pedáneo y los vecinos van a ver si consiguen un barrendero que les limpie las cuatro calles. Sin embargo, tienen tanta devoción que, por entrar el Santo a la vieja ermita –donde se ve todo el suelo levantado-, pagan de 15 a 20.000 pesetas por cada brazo de las andas. Antaño pujaban con 30 fanegas de trigo. Pero es la que digo: si estos días, por las fiestas de San Juan, pasa usted por el Cortijo del Cura y ve que llevan al Santo por mitad de la carretera, regocíjese y cante con ellos ‘Mi divino San Juan’, porque ‘el Bautista’ les ha salido medio andorrrero.


Cortijo de San José. Al fondo, Cjo. del Cura y Castilléjar



Este artículo salió publicado en Ideal el 22 de junio de 2002, fiesta de San Juan, un detalle que tuvo Esteban de las Heras, subdirector del periódico. También viene recogido en mi libro ‘Diálogos en la tierra de los Ríos’, 2003.




Posdata: copio esta frase de una vecina, que tenía guardada: “Nosotras íbamos a escardar y a segar. También ‘esfarfollábamos’ las panochas en casa de algún vecino, a cambio de que luego hiciera una miaja de baile”. Hoy en el Cortijo del Cura (anejo de Galera, aunque en el siglo XIX perteneció a Castilléjar) están censadas unas trece personas, pero viven solamente cuatro, pues la mayoría de los aldeanos se trasladaron a vivir a Galera y Castilléjar, mientras que los pocos jóvenes emigraron al Levante. Tanto Antonio Pérez, ‘el Moro’, como su amable mujer, Amelia Valdivieso, murieron en el 2003. El mote fue porque, cuando Antonio vino de hacer la mili, alguien lo vio asomar por aquellos cerros y exclamó: “Que vienen los moros…”. Y se quedó para los restos con el dichoso apodo, que también lo heredó su familia. Emilio Candela, ‘el Paye’, también murió en Galera, donde vivía, así como Juan Martínez, ‘el Viborita’, que enfermó y murió al poco tiempo. Mi pariente Víctor Castillo falleció hace algunos años en Castilléjar.


Copio parte de la carta que me envió mi amigo el historiador  Jesús Fernández, en 2002:“A finales del siglo XVIII viene a Galera, como cura párroco, don José Sánchez del Barco y Barnés. Tenía varias propiedades y son todas las que se denominan “del cura”. Sus herederos fueron sobrinos y vecinos de Galera y Castilléjar. El cura hizo el cortijo de San José, que era la única vivienda que había en ese paraje. El 8 de enero de 1795 es la primera vez que se encuentra el nombre de Cortijo del Cura en documentos del Ayuntamiento (...). El edificio de la escuela se hizo en los años 40, siendo alcalde de Galera Aureliano de la Rosa  y alcalde pedáneo, tu abuelo Juan García-Fresneda. Se pagó la obra con dinero procedente del legado de don Cosme Izquierdo, emigrante en América del Norte, que dejó sus bienes a beneficio de su pueblo, Galera (...). Durante mi período de alcalde 1979-83, siempre llevé en primer lugar de prioridades: agua potable para el Cortijo del Cura. Por fin lo consiguieron mis sucesores (...). Perdona mi sintaxis y prosa de anciano repetitivo. Nota: L'Arit = Larique”. Tiene origen árabe. Jesús Fernández falleció hará unos diez años -le dediqué un pequeño artículo en Ideal- y su tumba parece abandonada, pues su hermana fue a una residencia, mientras que su hermano,don Andres -casi impedido-, fue mi primer maestro en Castilléjar. Jesús me decía que éramos parientes por parte de mi abuela materna de Orce, y me contaba anécdotas de mi familia del Cortijo del Cura.
El cura don José Sánchez mandó construir en el Cortijo del Cura una casa –hoy abandonada-, al abrigo del cerro y a orilla del camino. A partir de aquí, se fueron solicitando permisos para hacer numerosas cuevas hasta que poco a poco se fue formando la pedanía, dotándola de luz, agua y demás recursos que permitieron que los vecinos llevaran una vida confortable. Mis bisabuelos paternos, Leandro García-Fresneda y Mercedes García, se trasladaron a vivir en 1902, desde Huéscar al cortijo de San José.

    En 1965, al inicio de curso, entrábamos por la puerta del Seminario de Guadix, los castillejanos Manuel Rodríguez, Tomás Pinteño y yo. Estaban por allí el obispo de la diócesis, don Gabino Díaz Merchán –años más tarde fue presidente de la Conferencia Espiscopal, durante bastantes años– y el rector del Seminario. Entonces el obispo nos preguntó: “¿Han colocado ya el agua en el Cortijo del Cura?”. Y es que hacía poco había hecho un viaje pastoral por la zona.

Las Cuevas Victoria son de mi amigo Nicolás García, que me ayudó mucho en la difusión de mi libro ‘Diálogos en la tierra de los Ríos’.